Ken Wilber
La “evasión espiritual”, un término acuñado por primera vez por el psicólogo John Welwood en 1984, consiste en el uso de prácticas y creencias espirituales para evitar enfrentarnos con nuestros sentimientos dolorosas, heridas no resueltas y necesidades de desarrollo.
Ya se han cogido en calzoncillos, o se les ha caído la aureola, a suficientes maestros espirituales, orientales y occidentales; ya ha habido suficientes sectas; ya se ha malgastado suficiente tiempo en chucherías espirituales, credenciales, transmisiones de energía y gurucentrismo para sondear tesoros más profundos.
La verdadera espiritualidad no es un Nirvana, ni un “subidón”, ni un estado alterado. Ha estado bien soñar durante un tiempo, pero nuestra época está pidiendo a gritos algo muchísimo más real, responsable y de pies en el suelo.
Cualquier sendero espiritual, ya sea oriental u occidental, que no trate las cuestiones psicológicas con auténtica profundidad, y en más contextos que meramente el espiritual, está sentado las bases para una abundancia de evasión espiritual.
A pesar de sus innegables efectos calmantes y relajantes, las prácticas meditativas que sedan la mente pueden servir a un fin perjudicial; sentir una mayor calma y relajación no siempre es necesariamente algo bueno, sobre todo cuando no coexiste con el discernimiento. Podemos vernos atraídos hacia prácticas que nos mantengan alejados de nuestro dolor.
La evasión espiritual nos distancia no solo de nuestro dolor y de cuestiones personales difíciles, sino también de nuestra auténtica espiritualidad, dejándonos encallados en un limbo metafísico, una zona en que todo es exageradamente dulce, agradable y superficial.
Hasta las metodologías espirituales más exquisitamente diseñadas pueden convertirse en trampas y no llevar a la libertad, sino solamente al refuerzo –aunque sea sutil- del “yo” que quiere ser un alguien que haya alcanzado la libertad.
Hay otras trampas más sutiles, que nos enseñan la no aversión a través de cultivar la capacidad de ser testigos imperturbables. Más sutiles son aún aquellas que ponen énfasis en tomárselo todo con aceptación y compasión.
La evasión espiritual suele darse especialmente en aquellas vías espirituales que tratan al ego como algo a erradicar, en lugar de considerarlo como una actividad que hay que iluminar e integrar con el resto de nuestro ser.
Loa maestros espirituales que no apoyan a sus alumnos para que hagan psicoterapia en profundidad, tal vez porque ellos mismos ignoran su proceso y sus beneficios, están haciéndoles un flaquísimo servicio al poner demasiado énfasis en la importancia de la práctica espiritual, y solo de la práctica espiritual.
Cuando el trascender nuestra historia personal tiene prioridad sobre el intimar con ella, la evasión espiritual resulta inevitable.
En la evasión espiritual nos aferramos a creencias “superiores” –olvidando que hasta la más sublime de las creencias sigue siendo solo una creencia.
La evasión espiritual se presenta muchas veces como una oportunidad de acelerar el progreso espiritual, como un atajo hacia la iluminación a través de la falsa ilusión. Es este caso, por supuesto, la falsa ilusión es la idea misma de que, realmente, se pueden tomar atajos en la práctica espiritual.
Si estamos bajo las garras de la evasión espiritual, nuestros razonamientos de por qué no tenemos pareja o por qué seguimos en una relación profundamente afectada y estancada, normalmente no se cuestionan.
A los que estamos atrapados en la evasión espiritual la idea de grandes pasos, grandes cambios, nos resulta mucho más tentadora.
La espiritualidad, en última instancia, significa la ausencia de escapadas, la ausencia de la necesidad de escapar y la libertad total a través de la limitación y todo tipo de dificultades.
¿Cuál es el detonante de la evasión espiritual? El dolor. O, para ser más precisos, nuestra tendencia a evitar el dolor.
Para salir de nuestro dolor tenemos que entrar en él. Cuanto mayor es nuestro miedo al dolor más extremas tienden a ser nuestras “soluciones” de evasión espiritual: podemos, por ejemplo, presentarnos como poseedores de un estatus espiritual especial, en un continuo entre la grandiosidad (un “alguien” inflado) y la falsa humildad (un “nadie” inflado).
Los maestros espirituales contemporáneos que en sus enseñanzas y trabajo no incluyen la psicoterapia y que, además, actúan como si aquello que ellos presentan ya fuese suficiente para el despertar espiritual de todos sus alumnos son tan ilusos como peligrosos.
La credulidad espiritual constituye no solo una apertura demasiado ingenua, sino también una regresión, una vuelta al modo de pensar prerracional y mágico de la infancia. El antídoto consiste en desarrollar un agudo sentido del discernimiento.
Vale la pena superar la evasión espiritual. Lo único que tenemos que hacer es dejar de apartarnos de nuestro dolor y entrar conscientemente en él: esto significa el fin del vivir “sin cuerpo”, el fin de la disociación espiritualizada, el fin del analfabetismo emocional y de la inmadurez en las relaciones. La curación del dolor se halla en el dolor mismo.
Contrariamente a lo que tendemos a creer, cuanto más intimamos con nuestro dolor menos sufrimos. Y, de hecho, hasta puede que se convierta en una puerta de entrada a Lo Que Realmente Importa.
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